Chapter 2: La Llama del Aprendizaje
**Un año después**
Dejando de divagar en mis pensamientos, el crujir de la puerta de madera me sacó del trance. Mi padre entró con pasos firmes, y su voz, áspera como el viento invernal, resonó en la pequeña habitación: —¡Ven! Me levanté de inmediato, manteniendo la mirada baja como era costumbre. Aunque mi mente bullía con ideas de un mundo que ellos no conocían, aprendí rápido que mostrar demasiado siempre levantaba sospechas. Caminé hacia él en silencio, cruzando el suelo de tierra. En sus manos, sostenía algo. Era rústico, tosco, pero imposible de ignorar: un arma de madera, apenas más que un bastón tallado con una ligera curvatura en un extremo, simulando una hoja. —Es hora de que aprendas a defenderte —continuó, colocando el arma en mis manos. El peso era ligero, pero el significado detrás de ello era inmenso. En este mundo, incluso un arma como esta era un símbolo de madurez, de responsabilidad y quizás de supervivencia. "Una espada de madera no puede cortar nada", pensé para mis adentros mientras la giraba entre mis dedos. Pero también comprendí que, en este momento, no se trataba de cortar; se trataba de demostrar que podía aprender, de encajar en este mundo mientras planeaba.
No es para jugar, dijo mi padre con severidad, inclinándose para mirarme de cerca. Sus ojos, oscuros como el carbón, parecían buscar algo en los míos. ¿Era duda? ¿Desprecio? o algo más.
El eco de mis pasos resonaba en la casa silenciosa mientras empujaba la puerta del cuarto de mi hijo. Mis manos, endurecidas por los años de trabajo, apretaban el simple arma de madera que había tallado para él. Era una tarea sencilla, pero al mismo tiempo, cada golpe del cincel me absorbía en recuerdos demasiado dolorosos.
Cuando vi su figura menuda levantarse del suelo, con esa mirada tranquila pero distante, una mezcla de emociones me tocó como una tormenta. Esa figura pequeña, su piel pálida como la nieve, ese cabello dorado que parecía brillar incluso en la penumbra... sentí que me desgarraba por dentro.
Él era la viva imagen de ella, pero también la razón de su ausencia.
"Si no fuera por él..." Una voz oscura y nítida me sumergía, pero antes de que pudiera envolverme en ella, su voz, suave como un susurro, me sacó de mi mente.
—¿Papá?
Lo observé por un momento, en silencio. Era extraño cómo ese pequeño podía desarmar mis pensamientos más oscuros con solo pronunciar una palabra. Había algo en él que me confundía; una contradicción entre su apariencia...
—Dejando de pensar tonterías —me dije a mí mismo, tratando de enfocarme.
Su mirada se clavó en el bastón de madera, examinándola con cuidado. Sus manos, pequeñas pero firmes, lo agarraron con una mezcla de curiosidad y cautela. Lo giró entre sus dedos, como si estuviera jugando con ella.
Para mí, eso era un entrenamiento serio. Para él, parecía una simple curiosidad.
Mi mente trató de entender por qué me incomodaba verlo así, cómo alguien tan pequeño podía parecer tan... lejano.
Los recuerdos del pasado, las palabras de su madre, se desvanecían con cada segundo, hasta que todo se redujo a aquel momento. Un padre frente a su hijo, dispuesto a enseñarle lo que la vida requeriría. Pero su actitud... tan serena, tan distante... ¿realmente comprendía lo que se esperaba de él?
El silencio de la habitación se volvió más pesado mientras lo observaba sosteniendo ese bastón. No era solo un pedazo de madera, lo sabía. Era el primer paso para algo más grande.
Me recargué contra el marco de la puerta, cruzando los brazos, observándolo sin decir una palabra. Sus movimientos eran precisos, casi naturales, como si esa arma tosca fuera una extensión de su voluntad. Me recordó a alguien, pero aparté el pensamiento antes de que pudiera tomar forma.
Había días en los que me preguntaba si este niño, mi hijo, era realmente mío. No era solo su apariencia —esa piel pálida, ese cabello que parecía capturar la luz— era su forma de estar en el mundo. Todo en él parecía detonar todo lo raro del mundo.
—No es para jugar —dije con firmeza, aunque mis palabras parecían rebotar contra el extraño muro de calma que siempre mostraba. Los niños de esta edad solían temerme o intentar agradarme, pero él no hacía ninguna de las dos cosas.
Lo observé mientras examinaba el bastón con una mirada que parecía ajena a su edad. No era una simple rama tallada; había puesto cuidado en darle la forma de una espada corta, algo rudimentario pero útil. Los tiempos eran peligrosos.
—Ven —dije con severidad.
—Sí, padre —respondió, con una calma inusual para un niño de su edad, sin siquiera darme una mirada.
Su actitud me desconcertaba. ¿Cómo podía ser tan... indiferente? Todos los niños de su edad se veían al menos un poco asustados ante un padre tan autoritario como yo, pero él no. Quizás era su forma de observar el mundo lo que lo hacía diferente, esa mirada fija y calculadora que no parecía pertenecerle a alguien tan joven. Algo en sus ojos me decía que comprendía más de lo que debería para su edad, como si estuviera jugando un juego más grande.
Sin decir más, me giré y caminé hacia la puerta, sabiendo que él me seguiría. Cuando salimos al aire libre, el frío de la mañana nos envolvió.
Mientras caminábamos, la aldea se extendía ante mí, sus casas humildes formaban un pequeño laberinto de madera y piedra. El aire fresco de la mañana era limpio y cortante, pero no me molestaba; la mirada de mi hijo era lo que mantenía mi atención. A cada paso, observaba a su alrededor con una calma inquietante, como si estuviera descifrando algo que los demás no podían ver. Su pequeña figura avanzaba junto a mí, con ese aire distante que le confería una seriedad inusual.
El pueblo estaba en su rutina diaria: mujeres que cargaban cestas de pan, hombres que se preparaban para el trabajo en el campo, niños que jugaban despreocupados. Pero mi hijo no miraba a esos niños; sus ojos recorrían los rostros de los adultos, analizando con detenimiento, como si buscara algo en ellos. Vi su mirada centrada en el viejo herrero, un hombre al que muchos respetaban, pero a él le pareció solo otro actor en una obra.
La gente a nuestro paso me observaba con curiosidad, unos con respeto y otros con devoción.
Pero cuando lo miraban a él, sus miradas se volvían más cautelosas, como si percibieran algo extraño, algo que no podía identificar pero que, de alguna forma, les resultaba inquietante. Los niños lo observaban a distancia, algunos con la curiosidad propia de su edad, pero rápidamente regresaban la vista al suelo o a sus juegos, como si no desearan llamar la atención de aquel niño extraño. Los adultos, por otro lado, parecían reconocer el mismo vacío en su mirada, una calma que contrastaba con la agitación habitual de la vida diaria.
Algunos de los más viejos se cruzaron en nuestro camino y lo miraron con una mezcla de extrañeza y curiosidad.
El sonido de nuestros pasos seguía resonando en el camino.
Cuando llegamos al borde del campo, el vasto paisaje se extendió ante mí como un lienzo que nunca había contemplado con tal claridad. El sol apenas comenzaba a alzarse, lanzando una luz tenue sobre las construcciones de madera que se alineaban torpemente, unas junto a otras. El suelo, cubierto por una capa fina de nieve, crujía bajo mis pies, pero mi mente estaba cerrada a todo eso, concentrada únicamente en el hecho de que estaba allí, fuera de la aldea por primera vez.
—¿Listo? —preguntó él con voz grave, como queriendo deshacer la inquietud que se había apoderado de mí.
—Sí, padre —respondí, aunque, en el fondo, algo me decía que él ya estaba preparado para este momento mucho antes de que yo lo estuviera. Como si todo esto fuera solo un paso más en un camino que ya había sido trazado desde antes de que abriera esa puerta.
Las casas que siempre había visto ahora parecían diferentes. Vi a las mujeres pasar con cestas llenas de pan y a los hombres que se preparaban para trabajar en el campo, todos ajenos a la tensión que me recorría. Las miradas de los aldeanos se posaban en nosotros, pero yo no sentía nada. No me pertenecían, ni yo a ellos. Solo los observaba como si todo fuera una escena distante, algo ajeno a mi ser.
El herrero nos miró al pasar, su rostro expresaba algo de curiosidad, pero yo no sentí ni respeto ni molestia, solo indiferencia. Había un vacío entre nosotros, uno que no podía llenar.
Mi padre caminaba con paso firme, y yo, mecánicamente, lo seguía, sin preguntarme a dónde íbamos ni por qué. Simplemente caminaba, observando las casas, el campo, las personas, pero sin conexión alguna. Solo el sonido de mis pasos y el aire frío que me golpeaba recordaban que estaba vivo, que aún existía en ese mundo que, en ese momento, no me parecía mío.
Finalmente, llegamos al borde del campo, y el horizonte se extendió ante mí, inmenso y vacío. Mi padre se detuvo y me miró fijamente, como si esperara algo. Pero yo no sabía qué. No entendía su expectación.
—¿Estás listo? —preguntó, su voz grave cortando el silencio.
—Sí, padre —respondí, sin realmente saber si estaba listo o no. Pero las palabras salieron de mi boca, vacías, mecánicas.
Mi padre se detuvo un momento, observando mi respuesta con una mirada que era tanto de evaluación como de desafío.
—Toma la espada —ordenó, señalando el bastón que aún llevaba en mis manos.
El peso del bastón era diferente ahora. No era solo madera; era una extensión de algo más, algo que no entendía, pero que debía dominar. Mi cuerpo intentó seguir las órdenes, pero había una resistencia dentro de mí, algo que no podía superar fácilmente.
—Coloca tus pies firmes —continuó, observando cada uno de mis movimientos con intensidad. Su mirada era fija, como si pudiera ver todo lo que estaba por venir.
Mi respiración se hizo más pesada, mis manos se apretaron alrededor del bastón, pero no me atreví a decir nada. Solo traté de enfocarme, como él me había indicado. Pero había algo en la manera en que me observaba, como si ya supiera que mis esfuerzos serían insuficientes.
—Recuerda, el equilibrio no solo es físico, también es mental —dijo, su voz resonando en el aire.
Asentí, intentando enfocar mis pensamientos, despojándome de todas las dudas que me invadían. Solo podía concentrarme en el bastón y en mi postura.
—Hazlo de nuevo, pero con más control —ordenó, su tono nunca vacilante, siempre seguro.
Respiré profundamente y reajusté mi postura, ajustando cada movimiento, cada respiración. Sentí el peso del bastón nuevamente, pero esta vez lo vi menos como una carga y más como una herramienta. Algo que debía aprender a dominar.
Mi padre no dijo nada más, solo observaba en silencio, evaluando cada detalle. Al principio, pensé que se trataba solo de un juego de paciencia, pero a medida que avanzaba, comprendí que su silencio no era solo espera, era una prueba. Una prueba para ver hasta dónde llegaría mi determinación.
—Bien —dijo finalmente, su tono grave, casi imperceptible, pero con una satisfacción apenas visible en sus ojos.
De repente, como si hubiera anticipado mis pensamientos, me lanzó una orden que rompió la calma que se había instalado entre nosotros.
—Atácame.
Lo miré, sorprendido, pero su rostro no cambió. No había sorpresa en él, solo la expectación de alguien que sabe lo que está por venir.
Mi primer movimiento fue torpe, el bastón golpeó el aire con un sonido seco, y antes de que pudiera reaccionar, él ya se había desplazado con una agilidad que parecía desafiar cualquier lógica. Su retroceso fue impecable, casi demasiado sencillo. Mis músculos se tensaron, y la frustración comenzó a crecer en mi interior. ¿Cómo podría igualar su destreza?
—Otra vez —dijo, sin alterarse.
Mi mente se nubló por un momento, pero, con esfuerzo, volví a prepararme. No podía darme el lujo de fallar, aunque mi cuerpo me traicionaba. Los segundos pasaban más rápido de lo que pensaba, y el cansancio se hacía cada vez más pesado. Cada golpe, cada fallo, cada error, era como una marca en mi orgullo.
Mis respiraciones se entrecortaron, el sudor empapaba mi rostro y mis manos temblaban, pero mi mente seguía luchando por no ceder. Y, cuando ya no pude seguir, escuché sus palabras, cortantes como una daga.
—¡Suficiente!
Mi próximo movimiento nunca llegó a completarse, detenido por su voz que, al igual que su mirada, no mostraba piedad.