Chapter 1: Vida Frágil
La lluvia caía con fuerza sobre las calles de Múnich, oscureciendo aún más la fría noche. Salí del edificio de la compañía, ajustándome el abrigo mientras tanto Caminaba cerca de un callejón oscuro cuando, de repente, algo me rozó el cuello. Antes de reaccionar, noté que era un brazo, fuerte y firme, que me inmovilizaba. Mi mente tardó unos segundos en procesar lo que sucedía, pero apenas logré pensar, sentí una presión en la espalda y una voz áspera y masculina me ordenó:
—No te muevas o te disparo.
Asentí rápidamente, levantando las manos en señal de rendición. En ese momento, vi la sombra de una figura masculina, su silueta definida por las luces débiles del callejón. La voz, fría y autoritaria, siguió dando instrucciones:
—Dame la billetera, el celular, y todo lo que tengas.
Sabía lo que debía hacer. Sin resistencia, saqué mis pertenencias y se las entregué. Pero antes de que pudiera completar el movimiento, sentí un mareo repentino. La visión se me nubló y, en un instante, caí desplomado al suelo.
El ladrón, nervioso por el giro de los acontecimientos, apretó el gatillo sin querer. El disparo resonó en la noche, pero se desvió, estampándose contra una pared cercana. La sorpresa en sus ojos fue fugaz, pero suficiente para que diera un paso atrás. Se giró rápidamente y comenzó a huir, su figura deslizándose entre las sombras de la lluvia.
Mientras lo observaba alejarse, un pensamiento cruzó mi mente. ¿Así de fácil se escapa todo? Un disparo errante, un instante de nerviosismo, y la vida podía seguir su curso, como si nada hubiera pasado. Pero en esos segundos, en esa fracción de tiempo, algo dentro de mí comenzó a comprender la fragilidad de todo lo que nos rodea.
La lluvia seguía cayendo, y el eco de sus pasos se desvanecía en la oscuridad. El frío me rodeaba, pero no sentía nada más que vacío.
La lluvia seguía cayendo con fuerza, pero ya no me importaba. Algo en mi interior se apagaba, como si un velo oscuro me envolviera. El sonido de la tormenta se desvaneció poco a poco, hasta que solo quedaba el silencio absoluto. No podía respirar bien, como si el aire estuviera denso, pesado. Mi visión comenzó a volverse borrosa, y sentí que el frío se intensificaba, pero no era solo la lluvia lo que me helaba. Era algo más profundo, como si la oscuridad misma me estuviera arrastrando hacia un abismo.
Mi cuerpo ya no respondía como antes. Las fuerzas me abandonaron lentamente, y un mareo inmenso me arrastró en un torbellino de confusión y miedo. Sentí que me hundía en algo intangible, en un vacío que me absorbía por completo. Pero cuando la oscuridad parecía consumirlo todo, una fuerza extraña y profunda me empujó hacia adelante, hacia un lugar completamente diferente.
De repente, todo se detuvo.
El aire que respiraba ya no estaba cargado, y aunque todavía sentía el frío en mis huesos, ya no era el mismo. Abrí los ojos lentamente, y lo primero que noté fue que ya no estaba en las frías y oscuras calles de Múnich. En lugar de eso, me encontraba dentro de una choza pequeña, humilde, con paredes de madera gastada y un techo de paja. El aire era denso, y un olor a humo y tierra impregnaba todo. Las sombras danzaban suavemente, proyectadas por una lámpara de aceite encendida en un rincón.
Me incorporé lentamente, con dificultad, como si mi cuerpo tuviera que adaptarse de nuevo al mundo. Mi mente estaba confusa, pero la sensación de estar completamente perdido era más fuerte. No entendía qué había sucedido. La transición había sido tan abrupta, tan repentina, que me costaba comprender cómo había llegado allí.
La choza era pequeña, oscura, pero cálida. A lo lejos, podía escuchar el sonido de la naturaleza, un viento suave que agitaba las hojas de los árboles. No había rastro de la ciudad, de la lluvia, ni del callejón. Solo estaba allí, en este nuevo lugar. Y aunque mi cuerpo seguía siendo el mismo, algo en mi interior me decía que las reglas de ese mundo no eran las mismas que las que conocía.
Miré a mi alrededor, buscando alguna explicación, pero lo único que vi fue la crudeza de ese refugio simple. En la esquina más alejada de la choza, algo brillaba débilmente: un antiguo cuerno de guerra, adornado con símbolos que no reconocía. Mi corazón latió más rápido al verlo, como si una conexión profunda, un conocimiento ancestral, despertara en mi interior. Sin embargo, esa sensación de desorientación me impedía entender por completo lo que sucedía.
Era como si, de alguna manera, el mundo que conocía ya no existiera. O, peor aún, como si yo hubiera cruzado una línea sin saberlo, arrastrado a un destino que no podía controlar.
La confusión me envolvía como una niebla espesa. Intenté moverme, pero mis piernas no respondían. Estaba tumbado en algo suave, como si estuviera recostado sobre pieles o mantas gruesas. Mi cuerpo, pequeño y débil, parecía no ser mío. Cada respiración era un esfuerzo, y todo lo que sentía era una agitación, un dolor sordo que no lograba comprender. No podía ver claramente; todo a mi alrededor estaba borroso.
Escuchaba murmullos suaves, palabras que no lograba entender, pero que eran reconfortantes de alguna manera. Las voces eran de mujeres, y estaban cerca, rodeándome. No entendía lo que decían, pero había un tono en ellas que transmitía calma y preocupación. Sentí algo frío y húmedo sobre mi piel, un roce suave como si alguien estuviera limpio
De repente, sentí una presión en mi pecho, algo cálido que me rodeaba. Fui levantado un poco, solo para caer nuevamente en un torbellino de sensaciones. La luz era tenue, proveniente de una lámpara que emitía una luz cálida, pero no podía fijar la vista en nada. Las sombras de las figuras alrededor se movían lentamente. Dos de ellas se destacaban: una mujer de rostro severo y cabello oscuro, y otra más joven, con el cabello rubio recogido en un sencillo peinado. Ambas trabajaron con destreza, sus manos moviéndose con rapidez.
De repente, algo cambió. Mi mirada, aunque borrosa, distinguió una figura que parecía distinta a las demás. La mujer de rostro severo estaba ahora más cerca, su rostro pálido, sus ojos inyectados en sangre. Su respiración era débil, irregular, y cada movimiento que hacía parecía costarle un esfuerzo. A su lado, un hombre de barba gruesa y ojos oscuros se mantenía inclinado hacia ella, mirando con preocupación.
La mujer, a pesar de estar rodeada de actividad, parecía estar al borde de la muerte. Su cuerpo temblaba débilmente, y el sudor perlaba su frente. De vez en cuando, su mirada se perdía, como si estuviera luchando por mantenerse consciente.
En ese momento, la figura de un hombre se inclinó hacia ella. Era un hombre de barba gruesa, con ojos oscuros llenos de preocupación, su rostro marcado por la angustia. Su mirada no podía apartarse de ella, y sus manos, que sostenían la de la mujer, mostraban todo el desespero que sentía.
—Svartr… —la mujer, en un último esfuerzo, logró susurrar el nombre con voz quebrada. Las palabras apenas fueron audibles, pero la fuerza con la que las pronunció resonó en el aire.
El hombre, al escuchar el nombre, apretó su mano con más fuerza, como si no pudiera dejarla ir.
—Te lo prometo… —susurró él, pero el niño, sin comprender las palabras, solo vio los labios del hombre moverse en la penumbra. La mujer ya no podía escucharle. Con un último aliento, su vida se extinguió, dejando una profunda quietud en el aire.
El nombre "Svartr" se quedó flotando en la habitación, como una huella imborrable de la mujer que acababa de partir. El hombre, con los ojos llenos de lágrimas, miró al niño que yacía en la cama, inconsciente y débil. Aunque no comprendiera el significado de las palabras que su madre había pronunciado, el peso del momento era claro. El hombre sabía que la promesa hecha por su esposa, de cuidar al niño, era un legado que él tendría que llevar, aunque el niño no entendiera todavía el verdadero alcance de esa promesa.
A medida que fui creciendo, algo dentro de mí comenzó a despertar, como un eco lejano que resonaba desde otro tiempo y lugar. Sabía que algo no encajaba. Aunque mi cuerpo era el de un bebé, mi mente estaba llena de pensamientos complejos, recuerdos fragmentados de una vida anterior. Había sido un hombre adulto, un alemán, alguien con metas claras, con sueños y con una comprensión del mundo que no debería pertenecer a un recién nacido. Recordaba, con una claridad desconcertante, que en mi vida anterior había sido ingeniero mecánico, un oficio que me apasionaba y que me había permitido entender cómo el ingenio humano podía transformar el entorno.
Al principio, este conflicto entre mi mente y mi cuerpo era frustrante. No podía moverme más allá de lo que mis pequeñas extremidades permitían, y apenas lograba emitir sonidos incomprensibles. Mi primer instinto fue observar. No tenía otra opción. Desde mi limitado alcance, estudié a las personas a mi alrededor, sus gestos, sus palabras. Aunque no entendía su idioma, percibía la fuerza y dureza en sus movimientos, el ritmo de una vida que giraba en torno al trabajo y la supervivencia.
Con el paso de los meses, comencé a notar patrones en el lenguaje que se hablaba a mi alrededor. Al principio eran solo sonidos, pero poco a poco fui descifrando significados. Los adultos que me rodeaban hablaban con una cadencia diferente a lo que recordaba del alemán, un idioma que aún resonaba en mi mente. Este nuevo lenguaje, con sus entonaciones extrañas, pertenecía a un mundo completamente distinto. Estaba en el pasado, eso era claro, pero no fue hasta que escuché ciertas palabras específicas, repetidas con frecuencia, que comencé a reconstruir el contexto.
Gateaba por el suelo frío de una cabaña rudimentaria, observando los gestos de quienes entraban y salían. Me di cuenta de que este lugar no era Alemania, y mucho menos el siglo XX. Todo lo que me rodeaba tenía una crudeza primitiva: las herramientas eran simples, las vestimentas toscas, y el fuego en el centro de la estancia parecía ser el único medio para mantener el calor en las noches heladas. Un día, mientras jugaba con las sombras que proyectaba el fuego, escuché por primera vez la palabra "Östergötland". Al principio, no significó mucho para mí, pero al reflexionar, algo hizo clic en mi mente. Esto era Suecia, el corazón del mundo nórdico.
Conforme mi comprensión del idioma creció, también lo hicieron mis deducciones. Escuché fragmentos de conversaciones sobre las estaciones, las cosechas y las deidades que veneraban. La mención de nombres como Freyja y Thor confirmó lo que ya sospechaba: estaba en una sociedad pagana, una época donde los mitos y las supersticiones dominaban la vida cotidiana. Las fechas no eran claras al principio, pero al observar los objetos que usaban, los estilos de las construcciones y las referencias al calendario, llegué a una conclusión escalofriante: estaba en el año 800 d.C.
Mis pensamientos no tardaron en volverse hacia la familia que me rodeaba. Mi padre, un hombre al que escuché llamar "Eralt", era severo y distante. Había algo en su mirada que me resultaba extraño. Aunque cuidaba de mí, lo hacía con una mezcla de obligación y melancolía. No hablaba mucho, pero cuando lo hacía, sus palabras parecían pesar en el aire. Nunca escuché a nadie mencionar a mi madre. Había una ausencia palpable, un vacío que nadie se molestaba en llenar con explicaciones. Eralt era la única figura que podía considerar cercana, aunque su forma de mostrar afecto era, en el mejor de los casos, mínima.
A pesar de mi situación, vi en este mundo una oportunidad. Este tiempo, aunque brutal, era también un lienzo en blanco. Sabía cosas que nadie más aquí podía imaginar. Recordaba cómo se forjaban herramientas avanzadas, cómo se organizaban estrategias militares, e incluso conceptos básicos de medicina que aquí parecerían milagrosos. Pero todo esto tendría que esperar. Por ahora, mi prioridad era adaptarme, observar y aprender todo lo que pudiera.
La gente de Östergötland era dura y pragmática, moldeada por un clima implacable y una vida de trabajo constante. Había algo admirable en ellos, una fuerza de carácter que no veía a menudo en el mundo moderno. A pesar de esto, también eran simples en su comprensión del mundo, lo que me daba una ventaja. Si podía ganar su confianza y demostrar mi valía, podría empezar a construir algo aquí. Algo que trascendiera el tiempo y las circunstancias que me habían traído a este lugar.
Pero primero, tenía que entender mi lugar en este mundo. ¿Quién era yo realmente para ellos? ¿Qué esperaban de mí? Y lo más importante, ¿cómo podía convertir esta extraña circunstancia en una oportunidad para moldear mi destino?
A medida que cumplí cuatro años, mi visión del mundo comenzó a aclararse. Para entonces, mi dominio del idioma nórdico había progresado significativamente, aunque no sin esfuerzo. Las palabras resonaban con mayor claridad en mi mente, y podía entender la mayoría de las conversaciones a mi alrededor, incluso si aún no dominaba por completo la fluidez al hablar. Este logro me permitió conectar piezas de información que antes solo eran fragmentos confusos.
Observando con cuidado y deduciendo a partir de lo que escuchaba, confirmé que estaba en Suecia, específicamente en una región conocida como Östergötland, y que el año era alrededor del 800 d.C. Este descubrimiento no fue repentino; llegó tras meses de poner atención a conversaciones en las que se mencionaban nombres de lugares, fechas y eventos. Por ejemplo, recuerdo una tarde en la que mi padre, Eralt, discutía con otros líderes sobre incursiones realizadas por los daneses. Las palabras "Östergötland" y "Svear" surgieron en repetidas ocasiones, lo que me llevó a entender que estábamos en una de las tierras de los pueblos nórdicos.
No podía evitar reflexionar sobre la ironía de mi situación. En mi vida anterior, había sido un ingeniero mecánico en Alemania, un hombre acostumbrado a la lógica, la innovación y las comodidades del mundo moderno. Ahora, me encontraba en una sociedad que apenas comenzaba a explorar los rudimentos de la organización y el avance técnico. Sin embargo, en lugar de desesperarme, veía esto como una oportunidad única. Aquí no existían estructuras rígidas que impidieran el progreso. Era un mundo sin límites claros, donde la ambición y la astucia podían crear imperios.
Desde mi corta estatura y movimientos torpes, observaba con atención a los adultos. Mi padre era un líder firme, un hombre de gran porte y mirada severa que imponía respeto a todos los que lo rodeaban. Los hombres lo seguían con lealtad, pero no ciega. Había un equilibrio delicado entre la autoridad y la fuerza; los más cercanos a él parecían medir cada palabra, como si constantemente evaluaran su liderazgo. En esos intercambios, aprendí que liderar aquí no era un derecho adquirido por nacimiento, sino una lucha constante por mantenerse en la cima.
Aunque mi mente era la de un adulto, mi cuerpo aún era el de un niño. Eso significaba que cada día debía enfrentar las limitaciones físicas que me imponía mi nueva realidad. Mis primeros intentos de caminar habían sido desastrosos, pero a los cuatro años ya corría por los terrenos de la aldea con soltura. Mi curiosidad me llevaba a explorar cada rincón: los establos, las casas de madera cubiertas de hierba y los caminos de tierra que conectaban nuestro asentamiento con otros más pequeños.
Mientras gateaba en mis primeros años o trotaba con pasos inestables, observaba con atención el trabajo de los artesanos, los guerreros y las mujeres que manejaban el hogar. Era fascinante cómo lograban tanto con tan poco. Mis ojos se detenían especialmente en las herramientas que utilizaban, muchas de ellas rudimentarias pero ingeniosas en su contexto. Esto despertó en mí ideas sobre cómo aplicar mis conocimientos modernos para mejorar la eficiencia de su trabajo sin levantar sospechas.
Fue en este periodo que confirmé algo que había sospechado durante un tiempo: Eralt no era solo mi padre; era también el jefe de la tribu. Este descubrimiento llegó tras escuchar una conversación entre dos hombres durante una asamblea que mi padre encabezaba. Uno de ellos se refirió a él como "jarl", un término que no entendía por completo al principio, pero que, con el tiempo, descubrí que significaba "líder" o "noble" en este contexto.
La revelación vino acompañada de un entendimiento más profundo de mi posición. Como hijo de Eralt, tenía un lugar especial dentro de la tribu, pero también una responsabilidad que no podía ignorar. La sociedad que nos rodeaba no era indulgente. Aquí, todo debía ganarse, desde el respeto hasta el liderazgo. Era evidente que mi padre no tenía intenciones de facilitarme el camino. En más de una ocasión lo escuché decir que la fuerza del linaje no bastaba para asegurar el futuro de la tribu.
Con esta información, mi ambición comenzó a tomar forma. Mi meta inicial era sencilla en concepto, pero monumental en ejecución: algún día, no solo sería el líder de esta tribu, sino también el primer rey de una Suecia unificada. Comprendía que en esta época, las tierras estaban divididas en pequeñas comunidades independientes, cada una con sus propios líderes. No había una figura central que gobernara, y esto creaba un vacío que podía llenarse con la persona adecuada.
A los ojos de mi tribu, solo era un niño curioso, hijo del jarl, corriendo por la aldea mientras hacía preguntas que a menudo resultaban incómodas para los adultos. Pero en mi mente, ya había comenzado a trazar los primeros pasos de un plan que, con el tiempo, me llevaría a la cima. La primera fase era simple: aprender. Aprender el idioma, las costumbres, las jerarquías y las debilidades de quienes me rodeaban. Cuanto más entendiera este mundo, más ventaja tendría sobre quienes pensaban que podían tener el control.